domingo, 6 de noviembre de 2011

Las suaves colinas de Kampala (VI) Buscando

Sobreviviendo. Foto original de Vicente Baos 
Kampala tiene casi 1.700.000 habitantes. Muchos de ellos viven en edificaciones muy simples y un gran número de ellas serían en Occidente, lo que consideramos claramente una chabola. Incluso en las casas mejor construidas, se cocina al aire libre en estufas alimentadas por carbón vegetal. Al caer la noche, la mayoría de sus habitantes están preparando la cena o comprándola en los innumerables puestos callejeros situados en los márgenes de las calles y carreteras que surcan la ciudad. Este tipo de negocio, es la principal fuente de ocupación para muchas personas.
Twebaze caminaba por el laberinto de chabolas, entre la tierra formada por el barro y el plástico, iluminadas por débiles fogatas y lámparas de queroseno y con un fuerte olor a humo a su alrededor. La ciudad entera huele a humo de cocina y diesel. Distinguir caras en ese entorno era difícil, perderse en su laberinto muy fácil. Twebaze debía caminar con seguridad hacia algún lado. Ir de paseo, mirando alrededor, podía levantar suspicacias peligrosas. Para él, empezaba a ser perentorio encontrar algún candidato para llevar a la casa de Nakasero Hill. Se acercó a un grupo que cocinaba y vendía chamuscadas salchichas con chapatis de maíz.
- Dame una de cada - dijo al muchacho que cocinaba, de unos 12 años de edad. Me gustaría hablar con algún chico que tú conozcas que sea fuerte y sepa pelear.
- ¿Para qué? - contestó rápido.
- Yo puedo enseñarle a ganar dinero con el boxeo. Puede ser una buena oportunidad.
- No me fío de ti, no te conozco - respondió mientras le hacía una señal al compañero que tenía a su lado.
- Nadie se conoce hasta que se hablan. Es una oferta seria - afirmó Twebaze.
En los pocos segundos transcurridos en la última parte de la conversación, un grupo de unos 5 chicos de edades similares al cocinero se había acercado y avanzaban hacia el puesto de salchichas.
Cogiéndole del brazo, los muchachos indicaron a Twebaze que les acompañara. Él sabia lo incierta e insegura que era la situación, podía recibir una paliza o algo peor, pero sabía que si no daba un paso así, nunca podría entrar en contacto con este tipo de chicos. Debía arriesgarse y rogar que su cara y su pinta de no ser un delincuente peligroso ni un policía, le librara de una muerte anónima y  absurda.
Llegaron a una chabola de un única estancia, iluminada por una lámpara a pilas que daba una inusitada potencia lumínica. Debía ser la estancia más iluminada del barrio. Quién le recibió, tampoco parecía ser un habitante habitual; su edad, su ropa, su aspecto era inusual para aquel lugar.

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